El pasado sábado, unos diez mil fieles
católicos de Extremadura se reunieron en Guadalupe para clausurar el Año
de la Fe que inaugurara el papa emérito Benedicto XVI. Lo hacían en
torno a la patrona de la región y presididos por los tres obispos de la
provincia eclesiástica emeritense-pacense. Siendo grande esta
concentración multitudinaria, así como el motivo que la inspiraba, hemos
de reconocer que estamos dentro de un invierno de la fe y modelados por
una cultura en la que Dios está muy ausente. No faltan indicios de vida
religiosa, es verdad, pero la Iglesia lleva décadas perdiendo adeptos,
sobre todo entre los más jóvenes, y con las vocaciones sacerdotales y
religiosas muy disminuidas.
Sin embargo, a este respecto el
teólogo K. Rhaner decía que "forma parte de la esperanza cristiana no
interpretar la situación de invierno en que se encuentra la Iglesia como
presagio de una muerte definitiva". Como ocurre en el invierno de la
naturaleza, también en estos tiempos oscuros de la Iglesia late una vida
que florecerá en el futuro. Viendo y oyendo al Papa Francisco uno
realmente se reafirma en este convencimiento: la renovación no vendrá de
los grandes documentos, ni tampoco de la proclamación de normas
rigurosas, ni en el afán por reconquistar puestos de influencia o de
poder, sino en vivir más auténticamente el Evangelio.
A los que
formamos la Iglesia nos viene bien pasar por situaciones de frío y
oscuridad, que nos ayuden a despojarnos de muchas seguridades que nos
ofrecía la sociedad de otro tiempo y del apego a nosotros mismos. Para
responder mejor a las necesidades y aspiraciones más hondas de los
hombres y mujeres de hoy, más que disponer de grandes medios y
plataformas de poder, en realidad debemos procurar desplegar nuestra Fe
con la frescura que procuran los valores evangélicos de la sencillez, la
pobreza, la alegría, la justicia y el amor.
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