Un año más, el mundo cristiano celebra el
nacimiento de Jesús. Lo representamos como viene siendo costumbre: una
pequeña imagen bajo unos pedazos de corcho o dentro de un barroco
portal, donde no falta ningún detalle. Llega a nuestro mundo, que
también es el suyo, como lo hizo en su tiempo: humilde y para los
humildes, rey del imperio de Dios en el que los más pobres deberán tener
un lugar especial. Viviría sin una almohada donde reclinar la cabeza.
Se apunta al bando de los excluidos de entonces y de ahora. La gente del
campo, los que tienen encallecidas las manos con sus trabajos se
acercan a El, mientras que los poderosos buscan la manera de quitarlo de
en medio.
Desde esta postura pobre, sencilla y de encarnación profunda en la
realidad humana y social de su pueblo, curará a los enfermos, dará pan a
los hambrientos y defenderá los derechos de los más humildes y
excluidos.
No vino a este mundo para desempeñar un papel de señor, sino de
servidor. No se rodeó de personajes ilustres, al contrario, personas
sencillas, gentes del pueblo, necesitadas de atención y buscadoras de
sentido para sus vidas. Cristo, ayer, hoy, continúa siendo atractivo.
Su mensaje de amor sigue despertando generosidad en el corazón de los
hombres. Merece la pena seguir celebrando la verdadera Navidad y decir a
los cuatro vientos que no estamos solos, que el Enviado sigue llamando a
nuestra puerta para transformar el mundo y dar sentido a toda nuestra
vida.
Los cristianos creemos que no hay dos historias (la de la humanidad y
la de la salvación) sino una sola: la historia de Dios hecho hombre.
Cuando el pesimismo y la desesperanza nos invade, debemos convencernos
de que no estamos solos.
Nuestra historia, esta historia de la humanidad que parece ir a la
deriva, tiene un final feliz, porque el Niño-Dios es su principal
protagonista. Con Jesús, el Padre ha hecho suya la suerte de la
humanidad, por eso procuremos entrar en un año nuevo con ilusión y
esperanza.
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